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Mi fondo de armario apesta

Mi fondo de armario apesta y no es una metáfora para intentar deciros que tengo que comprar ropa, no, es literal. Mi fondo de armario emana un hedor nauseabundo que recuerda un poco a ese olor que dejan las cebollas cuando se pudren en el verdulero y llevan semanas soltando liquidillo sin que tú te hayas dado ni cuenta. Es una mezcla de tufo a humedad, podredumbre y pestilencia que me deja la ropa con aroma fétido. “Eau de Merdé” es el perfume que uso últimamente y hasta mis niños de la escuela infantil lo notan.

Ayer Iván, de cuatro años, se acercó a mí para chivarse de que Clara le había escupido en el pelo como respuesta a su impertinente actuación quitándole todos los lápices de colores. La verdad es que en mi opinión fue una respuesta justa y meditada por parte de Clara, ya que Iván es un abusón que siempre la está molestando, pero eso no lo iba a decir en voz alta, claro está.

El caso es que el niño se me acercó y mientras se estaba chivando señalando a Clara y la pobre niña me miraba de reojo desde su sitio, él giró lentamente la cabeza hasta quedarse mirándome con la ceja levantada y me dijo muy serio: “Seño, creo que necesitas un baño”. Ahí queda la cosa… Y es que ya puedo lavar mi ropa y echarle un litro de suavizante en cada lavado que después de pasar unas horas en el armario la saco apestando a moho. De hecho, con la ropa exterior he perdido el tiempo llenando lavadoras pero me daba tanto asco ponerme la ropa interior que me he gastado la mitad del sueldo del mes en Lencería Paqui, comprándome sujetadores, braguitas e incluso un pijama nuevo que no oliera a cloaca.

La culpa, de la vecina

El problema radica en una fuga de agua que tenía mi vecina en las tuberías de su baño que da, pared con pared, con mi dormitorio, justo donde tengo el armario empotrado, y aunque la señora ha arreglado la fuga, se ha instalado una una especie de olor a humedad dentro del armario que no me paga el alquiler ni ha firmado contrato alguno para quedarse a vivir ahí. El albañil que me mandó el del seguro me dijo que la madera del propio armario había estado chupando agua y que probablemente estaría podrida por dentro, aunque no se viera por fuera, y de ahí que por más que pintaban las paredes seguía oliendo a  alcantarillado.

La parte positiva es que el seguro se va a hacer cargo del problema y Sidón Armarios me va cambiar todo el revestimiento, e incluso me va a poner más cajoneras. La parte negativa es que tardarán una semana en empezar porque van a volver a sanear de nuevo la pared antes de instalar el nuevo armario empotrado. Conclusión: aún me queda una semana por delante en la que tengo que elegir entre la opción de tener toda la ropa esparcida por toda la casa o seguir metiéndola en el armario apestoso. Yo creo que elegiré la primera opción porque prefiero estar viendo ropa en cada rincón antes que tener que volver a aguantar las miradas impertinentes de los padres y madres de los niños de la escuela, o los comentarios de los propios niños. Además, si sigo así empezaré a perder amistades por fétida…

¡Hasta la directora de la escuela me llamó a su despacho hace tres días! La pobre mujer no sabía cómo sacar el tema. Yo la veía andando de un lado para otro, incómoda, mirándome de reojo mientras yo estaba apoyada contra la pared del fondo de su despacho.

-Rubí, verás…. Es que me han llegado algunas quejas sobre… sobre… tu higiene.

Me lo dijo así, sin paños de agua caliente. Ella tiró de la tirita y arrancó todos los pelos que pudo, a lo burro.

Como imaginaréis me puse roja como un tomate, no sabía dónde meterme, y aunque parezca que explicarle la situación podría aliviar un poco el momento, la realidad es que no alivió nada de nada, porque ella me seguía mirando con cara de pena (la mujer me conoce desde que acabé la carrera, me tiene hasta cariño) y yo no paraba de hablar y hablar intentando explicarme siendo consciente de que la santa mujer sólo escuchaba “bla bla bla bla bla, y más bla”.

La solución más inmediata era poner una pinza en la nariz a todos los niños del aula, pero no creo que le hubiera hecho demasiada gracia a los padres, así que la directora empezó a rociarme con su perfume de abuela mientras yo intentaba contener la respiración. Me echó tanto perfume que acabé tan colocada que me iba mareando por las esquinas. Además, fue peor el remedio que la enfermedad, porque el perfume ese tan empalagoso se mezcló con el olor a cloaca que ya llevaba yo puesto y acabó naciendo un aroma difícil de definir.

Ahora tengo montañas de ropa en el salón y en encima de la mesa de la cocina. La ropa interior la he guardado en los cajones del sinfonier de la entrada y, por si acaso, he empezado a dormir en el sofá… no vaya a ser que ese olor se impregne en mi piel y luego no haya forma de sacarlo de mis fosas nasales. La semana que viene espero oler de nuevo a fragancia de rosas, pero viendo lo visto no lo tengo yo tan claro.

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