Un día que estaba inmerso en mis pensamientos, intentando olvidarme de todo el estrés laboral que sentía, me vino a la mente un paseo repleto de naturaleza, tomando un buen vino en una bonita viña: había algo romántico en la idea de perderme entre las hileras interminables de vides, sintiendo el aroma de la tierra y el susurro del viento entre las hojas. Nunca antes había visitado un viñedo, y aunque la ciudad me brindaba infinitas distracciones, sentí que era el momento perfecto para una pequeña escapada.
Al fin y al cabo, ¿Por qué no iba a hacerlo? El trabajo me tenía explotado, me sentía completamente desconectado de mí mismo, y, además, me apetecía mucho hacer algo diferente. De hecho, muchas de las veces que iba a terapia (ya que no me sentía del todo bien conmigo mismo) mi terapeuta no paraba de repetirme lo importante que era conectar con la naturaleza para poder desconectar del estrés y el ritmo frenético que me aguardaba en la ciudad.
Fue entonces cuando empecé a fantasear con la idea de visitar un viñedo y aprender más sobre esta bonita práctica.
Lo más gracioso, es que excursión sorprendió mucho a las personas que tenía alrededor: todos me preguntaban “¿Pero por qué quieres tener vacaciones allí?” “¿Qué se te ha perdido?” mientras que yo pensaba “Nada, me apetece aprender un poco más acerca de este tema, y además tener contacto con un trabajo tan laborioso y especial como es la agricultura vitivinícola ¡Y eso me parece fantástico!”.
Así que, como a mí me encantaba la idea, sin pensarlo mucho me lancé a reservar un tour en una bodega a las afueras.
El trayecto en coche fue casi tan placentero como la propia visita. A medida que avanzaba por las carreteras serpenteantes, el paisaje se volvía cada vez más bucólico: campos dorados, olivares dispersos y, finalmente, las majestuosas viñas que parecían extenderse hasta el horizonte. El aire tenía un frescor especial, como si estuviera impregnado de la historia de generaciones que habían trabajado esas tierras.
Al llegar, me recibió el dueño del viñedo, un hombre mayor de sonrisa cálida y mirada sabia. Con el entusiasmo de quien ama lo que hace, comenzó a relatar la historia de su bodega, transmitiendo una pasión contagiosa. Nos habló de la variedad de uvas que cultivaban, desde la robusta Tempranillo, hasta la delicada Moscatel, y de cómo cada una tenía su personalidad, como si de personajes de una novela se tratase.
Me preguntó por mi vino favorito, y me comentó que, según ese modelo, mi personalidad se basaba en una cosa u otra ¡Qué curioso me pareció! De hecho, en un momento de la explicación mencionó la importancia de la uva de mesa en la viticultura, lo que me llevó a recordar un artículo que había leído recientemente en PlantVid.
La parte más fascinante del recorrido fue cuando nos permitieron probar las uvas directamente de la vid. Era como saborear el sol, la lluvia y el esfuerzo humano en un solo bocado. Cada racimo contaba una historia, y cada grano estallaba en el paladar con una dulzura distinta. Luego, pasamos a la bodega, donde el proceso de fermentación convertía ese jugo en el elixir que tantas civilizaciones han venerado a lo largo de la historia.
En la sala de barricas, el guía nos explicó cómo la madera aportaba notas específicas al vino. Aprendimos que el tipo de barrica, ya sea de roble francés o americano, influía en el sabor final, dándole matices de vainilla, especias o frutos secos. Fue un dato que me fascinó, pues nunca había imaginado que el material del recipiente pudiera cambiar tanto el carácter de una bebida.
Además, nos mostraron el embotellado y etiquetado del vino. Cada botella contaba con una presentación cuidada, y descubrimos que incluso el corcho jugaba un papel muy importante en la conservación del vino. Nos explicaron que los corchos de alcornoque permitían que el vino respirara, lo cual era clave para su envejecimiento. También llegamos a entender por qué algunos embotellados eran más caros que otros, y qué aspectos eran los que hacían clave su precio ¡Era increíble! Ahora por fin entendía por qué muchos de estos profesionales tenían miedo de que sus vinos fueran robados: eran objeto de deseo de muchos entendidos, al igual que ocurre con las joyas de lujo.
Pero el momento cumbre llegó con la cata de vinos. Sentados en una mesa rústica con vistas al atardecer, aprendimos a distinguir los matices de cada copa. Degustamos un vino blanco afrutado ¡Pero la cosa no acabó ahí! También trajeron un tinto con notas de roble, y lo pasé genial: cada sorbo era un pequeño viaje sensorial. El guía nos animó a maridar los vinos con quesos locales, y descubrí que una combinación acertada podía elevar ambos sabores a otro nivel.
Sin lugar a dudas, he de decir que la cata fue una experiencia sensorial completa. Primero, observamos el color del vino a contraluz para analizar su tonalidad y densidad. Luego, lo agitamos suavemente en la copa para liberar sus aromas y descubrimos que cada vino tenía una fragancia única: algunos recordaban a frutas maduras, otros a flores y especias. Finalmente, lo degustamos en pequeños sorbos, dejando que los sabores se expandieran en la boca.
Además, aprendimos muchísimas cosas que no sabíamos, como, por ejemplo, la importancia del terruño, un concepto clave en la enología del que nunca había oído hablar ¡Fue fascinante! Nos explicaron cómo el clima, el suelo y la altitud influían en la personalidad del vino. De hecho, probamos dos vinos elaborados con la misma variedad de uva, pero cultivados en parcelas distintas, y la diferencia era sorprendente. Hay que vivirlo para poder contarlo, créeme.
Después de la cata, nos llevaron a un pequeño mirador desde donde se podía ver todo el viñedo. La vista era espectacular: las hileras de vides parecían ondular con el viento y el sol del atardecer bañaba todo con un tono dorado. Aproveché el momento para tomar algunas fotografías y, sobre todo, para disfrutar de la tranquilidad del entorno. No me estaba arrepintiendo para nada de la elección de mis ansiadas vacaciones, pero la cosa no se quedó ahí: aun había más sorpresas agradables.
Para cerrar la jornada, nos ofrecieron una cena maridada con los vinos de la bodega. Cada plato estaba diseñado para complementar las características de los vinos, y el resultado fue una explosión de sabores en el paladar. Desde una ensalada con queso de cabra y nueces acompañada de un blanco fresco, hasta un estofado de cordero que resaltaba con un tinto robusto, cada combinación era una obra maestra culinaria. Aprendimos a maridar en sencillos pasos, y además, comimos platos y vinos impresionantes.
Además, durante la cena no todo consistía en comer y aprender a maridar. El dueño del viñedo nos contó anécdotas de su infancia en la finca, y nos habló de cómo había heredado el amor por la viticultura de su abuelo y de cómo, a pesar de los avances tecnológicos, seguía apostando por métodos tradicionales para mantener la esencia de su producción. Sus palabras transmitían una devoción que me hizo reflexionar sobre la importancia de preservar nuestras raíces y tradiciones, y me inspiró muchísimo en muchos aspectos de mi vida, por lo que me mostré muy agradecido.
Luego, en nuestra sobremesa, nos sirvieron un vino dulce elaborado con uvas pasificadas, acompañado de chocolates artesanales y frutos secos. Qué decir: ¡Fue el broche de oro a una velada inolvidable! En ese instante, el guía nos explicó el proceso de los vinos de cosecha tardía y su elaboración minuciosa, lo que me hizo valorar aún más cada sorbo de aquella copa dorada.
Por si fuera poco, antes de marcharnos, el dueño del viñedo nos llevó a su pequeña biblioteca, donde guardaba libros antiguos sobre viticultura y enología. Me sorprendió la cantidad de conocimiento que había detrás de una simple botella de vino. Nos habló sobre los mitos y leyendas que rodeaban la producción vinícola, desde los dioses griegos hasta las supersticiones de los agricultores medievales, y sin duda fue un viaje fascinante a través del tiempo.
Cuando por fin emprendí el camino de regreso a casa, lo hice con una sensación de gratitud. No solo por la hospitalidad recibida, sino por haber experimentado de primera mano la pasión y el esfuerzo que implica la creación de un buen vino. ¿Qué me llevo de la excursión? Muchísimas cosas nuevas y positivas, incluyendo una nueva apreciación por la paciencia, la tradición y el amor por la tierra.
Así es: esta excursión al viñedo fue mucho más que una simple visita; fue una invitación a saborear la vida con calma, sorbo a sorbo. Regresé a casa con una botella de vino bajo el brazo, pero, sobre todo, con una nueva apreciación por el trabajo artesanal y el arte de la paciencia. Ahora, cada vez que descorcho una botella, recuerdo aquel atardecer entre viñas y la sensación de estar, aunque solo por un día, en perfecta armonía con la naturaleza.