De ridículo en ridículo

“Aunque la mona se vista de seda, mona se queda”… Eso dice el refranero español y es algo que podemos aplicar a muchas más cosas que a la moda. Yo nací en una familia humilde y trabajadora que no cambiaría por nada del mundo. Mis padres me han dado una infancia feliz, que ya es mucho más de lo que pueden decir algunos, y mis hermanos siempre han sido los mejores y los más protectores conmigo. Ahora bien, aunque queramos esconderlo somos una familia con aires… sencillos, y los lujos no van con nosotros.

Estas pasadas navidades (madre mía ya estamos en el 2017, no me lo creo ni yo) una de mis mejores amigas y yo pensamos que no estaría de más darnos un buen capricho y decidimos gastarnos el dinero que no tenemos, literalmente, en pasar unos días por todo lo alto en algún hotel de lujo y, como la vaca no da para más, optamos por uno que estuviera dentro de nuestras fronteras para ahorrarnos el avión.

Visitamos miles de webs donde hablaban de los mejores hoteles de lujo en España, como este artículo donde hablan sobre hoteles de lujo económicos, pero todo eso no es más que burda promoción que no se adecua a la realidad porque, en mi opinión, un hotel económico no puede costarte más de 100 euros la noche, ni siquiera más de 50, y los supuestos hoteles de lujo baratos de ese artículo os puedo asegurar que tenían unos precios desorbitados.

Al final lo que hicimos fue decidir primero la ciudad a la que queríamos ir: Barcelona, y luego ya buscaríamos el hotel. Miramos mucho la verdad y escogimos el Mercer Barcelona, impresionante. Pasillos extra largos con moqueta, terrazas ajardinadas, estancias impecables y un servicio de etiqueta que yo me encargue de desajustar, pero no fue mi culpa.

Pasito a paso la vamos liando

Para empezar, ¿desde cuándo te sirven en cuenco un líquido para lavarte las manos mientras cenas? Si a mí me viene un camarero vestido de pingüino y me ofrece un cuenco con caldo mientras me sonríe de oreja a oreja pues yo lo cojo y me lo bebo, lo normal ¿no? Pues se ve que no es tan normal porque el pobre hombre no sabía dónde meterse, yo me tragué el trago que di al brebaje aquel por no lanzarlo cual fuente apocalíptica en medio del salón y el hombre, con toda la educación del mundo, me retiró el cuenco diciéndome: “Señorita, es para lavarse las manos antes del siguiente plato”… que digo yo que podría haber avisado un poco antes ¿ no?

Pero la cosa no quedó ahí. A media tarde, mi amiga y yo decidimos sentarnos un rato a tomar el sol en una especie de patio interior que tenía el hotel cerca de la recepción. Nos sentamos en unos sofás preciosos y cómodos que, por cierto, estaban demasiado limpios para estar al aire libre (no sé qué producto utilizarán para limpiarlos pero es la polla). El caso es que mi amiga llevaba un chicle en la boca y empezaba a dolerle  la mandíbula así que se lo sacó y lo tiró a un cenicero que había sobre la pequeña mesa que había a nuestro lado. Nosotras seguimos tomando el sol, creo que hasta nos quedamos dormidas un rato porque, al despertar, estaba un poco desorientada. Moví levemente a mi amiga para que se levantara, y cuando despertó y empezó a desperezarse me di cuenta de que llevaba algo colgando de la manga del jersey.

A pesar de que ella pensaba que había tirado el chicle al cenicero, éste se había quedado pegado a su manga y ella lo había restregado por todo el sofá que, en ese momento, lucía un hermoso look moteado con aroma a chicle de fresa estupendo. Intentamos quitar los pegotes de chicle con la uñita pero no había manera de que aquello se despegase de la tela así que pensé en el remedio de mi madre para estos casos: hielo. Mi amiga volvió a sentarse y yo fui al bar del hotel a pedir una cola con mucho hielo. Me la bebí de un trago y me metí un cubito de hielo en la boca para poner rumbo de nuevo a la terraza.

Tuve que correr un poco porque me estaban empezando a doler los dientes del frío, pero lo importante es que llegué hasta el sofá de nuevo. Me saqué el hielo de la boca y empezamos a restregarlo contra las manchas de chicle pero aquello no servía de nada. El sofá estaba más mojado, eso sí, pero el chicle seguía en el mismo sitio que antes. Acabamos abandonando la misión con muy mal sabor de boca.

Salimos discretamente de la estancia y, a pesar de nuestro miedo durante todo el día, nadie nos dijo nada sobre aquel sofá. Al día siguiente había desaparecido del patio interior y en su lugar habían puesto un butacón orejero de esos enormes… preferí no sentarme a probarlo… por si acaso.

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