¿Habéis intentado alguna vez hacer surf? Supuestamente es una maravilla, navegar las olas, sentir el agua salpicando en tu cara, el aire que te golpea según la velocidad que consigues alcanzar… ¡Pues va a ser que no! El surf no está hecho para la gente normal, solo para atléticos y atléticas con mucho sentido del equilibrio, y quien diga lo contrario, miente.
El pasado puente del 1 de mayo, día del trabajador, decidimos hacer una pequeña escapada hacia el norte de España y, entre unas ideas y otras, no sé cómo acabamos embarcados en una especie de mini viaje para aprender a surfear. Yo ya sabía que iba a ser una mala idea, más que nada porque no hace mucho intenté hace padle surf, que en teoría es más sencillo, y pasé más tiempo agarrada a la tabla de rodillas que de pie, porque cada vez que intentaba levantarme acababa dándome de bruces contra el agua. No obstante, me convencieron.
Fuimos a Valdoviño, en A Coruña, una localidad muy conocida en el mundo del surf porque organizan allí un certamen muy famoso a nivel internacional. La localidad es preciosa, de eso no cabe duda, y su playa de Pantín es maravillosa. A nivel de escapada para ver algo nuevo todo fue perfecto, no tengo quejas, pero el momento ese en el que decidimos hacer surf fue la condena del viaje para mí.
La iniciación
Contratamos los servicios de Santiago de Pantín, una escuela de surf que por lo visto es muy conocida en la zona. Lo primero que te enseñan es a colocarte sobre la tabla, algo bastante lógico teniendo en cuenta que si no te colocas bien el golpe que te vas a dar contra el agua no va a ser precisamente pequeño. Así que con la tabla sobre la arena y los pies clavados sobre ella intentábamos imitar al instructor. Mis compañeros y amigos no tuvieron demasiados problemas pero a mí los pies no me respondían. El instructor me decía que adelantara el pie derecho, y mi pie izquierdo se empeñaba en ir detrás. Si daba un pequeño pasito con el derecho, el izquierdo lo daba también, a pesar de que yo no quería, lo juro. Al final el pobre instructor se dio por vencido.
Luego nos enseñaron a entrar al mar con la tabla y a nadar sobre ella para ir en busca de la ola. Pues bien, creo que Poseidón, el dios del mar, me ató una cadena invisible en cuyo extremo había un ancla gigantesca porque mientras que mis amigos nadaban y avanzaban, yo solo nadaba y me quedaba en el sitio. Hay imágenes que lo corroboran, de hecho parezco una especie de perrito chapoteando en el agua con todas sus patitas, pero sin avanzar ni un solo centímetro.
El instructor acabó dándome empujones desde el final de la tabla, como hace un papá a su hijo cuando este empieza a montar en bicicleta. La parte positiva es que ese par de empujones fueron como el motor de mi tabla, y empecé a avanzar, la negativa es que luego, aunque dejara de mover las manos, la tabla seguía a su rollo, como si el botón que apagaba ese motor se hubiera estropeado.
Supuestamente tenía que hacer una especie de palanca con las manos para frenar la inercia del agua y mantenerme en el sitio en el que quería estar esperando la ola, pues bien, mi palanca estaba rota o agujereada, una de dos. Otra explicación no le encuentro.
Mis amigos consiguieron ponerse en pie, todos, sin excepción ninguna. Yo lo intenté varias veces y caí sobre el agua casi inmediatamente, y no os lo aconsejo, porque cuando caes de pie, o cuando te tiras de cabeza en una piscina, entras suavemente atravesando el agua como si fuera mantequilla, pero cuando te caes de morros con todo tu cuerpo extendido en plancha es como si cayeras contra un mar de cemento. La ostia no te la quita nadie, aunque luego te hundas igual.
Fueron cuatro días y tres noches en los que visitamos la zona, preciosa, los pueblos de alrededor, y probamos toda su gastronomía típica, cuatro días en los que yo no podía dejar de mirar el reloj comprobando cómo se iba acercando la hora de la clase de surf mientras lloraba, pataleaba y me moría de miedo interiormente sabiendo que iba a darme, de nuevo, golpes más fuertes contra el agua que los de Mario Bross rompiendo ladrillos con su cabeza. Eso sí, a mis amigos les miraba con una sonrisa, bien grande, no se vayan a creer que soy una floja… nadie sabe lo que lloré por las noches viéndome los moratones… ¡Nadie!