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Mi finde de carnaval

No es que yo sea de viajar mucho en fin de semana, más que nada porque no tengo tiempo material para ir a ningún sitio, pero este último pasado, con el tema del carnaval, mi prima y yo fuimos invitadas a una fiesta en Tenerife. Nada del otro mundo la verdad, pero como era en Tenerife y allí los carnavales tiran mucho, no podíamos dejar perder la ocasión, a pesar de que quien nos invitaba era la amiga de una amiga y todo aquello parecía cogido con pinzas. El caso es que cogimos nuestro mejor disfraz, reservamos el billete de avión y para allá que nos fuimos.

Ahora seguro que estaréis pensando que os voy a contar alguna anécdota de la fiesta en cuestión o de algo que nos ocurrió en la isla ¿a que sí? Pues va a ser que no. Lo que os he venido a contar es algo que nos pasó antes de pisar suelo tinerfeño o, más bien, antes de pisar suelo firme.

Cuando subimos al avión estábamos emocionadísimas. “Dos tontas en apuros” como diría mi padre. Además, el vuelo iba repleto de gente joven que se iba a pasar el carnaval a Tenerife ese fin de semana así que había ambiente de fiesta en toda la cabina del avión y se notaba. Justo detrás de nosotras se sentó un matrimonio que llevaba consigo un perro de estos enanos, tipo chihuahua, pero de marca “la pava”.

A raíz de este vuelo descubrí que los animales que, incluyendo la jaula, pesen menos de 8 k, pueden viajar en cabina junto a su dueño, siempre y cuando el trasportín tenga unas medidas concretas que establecen las aerolíneas previamente.

Al principio todo parecía perfecto. El vuelo tardó unos 15 minutos en despegar y mi prima estuvo hablando con la pareja para pasar un poco el rato. A ella le encantan los animales (tiene tres perros) y les estuvo haciendo preguntas sobre el viaje e incluso sobre la ropita que llevaba el chihuahua, a lo que ellos contestaron amablemente dándole la dirección de la web donde la habían comprado (mydogbcn.com), pero en cuanto el avión empezó a coger velocidad para despegar la cosa cambió radicalmente.

De la diversión a la locura extrema

El perro, al que no le gustó un pelo ese movimiento brusco ni el hormigueo estomacal que vino después, empezó a ladrar como un condenado. Los primeros ladridos causaron risa en toda la cabina “pobrecito, tiene miedo” decían unos, “qué gracioso” decían otros, y yo me cagaba mentalmente en los dueños del perro porque el animalito tenía un ladrido típico de chihuahua, agudo y estridente, que se me estaba clavando en el tímpano, pero pensé “ahora se callará…”. El problema es que no lo hizo.

El vuelo era corto, duraba apenas dos horas, pero llevar a un perro con ladrido de soprano incansable justo detrás de tu cabeza alarga el vuelo unas 24 horas más. La gente empezó a desesperarse y las azafatas le pedían a la dueña que calmara al animal, pero la mujer no sabía qué hacer para cerrarle el hocico. A mí se me empezó a poner un dolor punzante en la sien que iba en aumento conforme pasaban los minutos y mi prima, intentando ayudar, se dio la vuelta en el asiento y empezó a hacerle carantoñas al perro (como si fuera un bebé) mientras el animal le enseñaba los dientes con una mala ostia impresionante.

Un hombre de unos 50 años, bastante grueso por cierto, empezó a criticar al matrimonio y a gritarle al perro, como si con eso fuera a conseguir algo, por lo que las azafatas ahora tenían dos trabajos, tenían que calmar al perro y al hombre, y mi dolor de cabeza seguía aumentando. Era todo una auténtica locura, si miraba hacia delante veía a unos chavales de unos 17 o 18 años, muertos de la risa por la situación, que tenían unas carcajadas importantes, a mi izquierda tenía a la loca de mi prima poniendo caras extrañas y diciéndole monerías al perro, detrás de mí el matrimonio con cara de “tierra trágame” mientras el animalito de los cojones seguía ladrando como un condenado y mi única vía de escape era mirar por la ventana, cosa que dejé de hacer porque me estaban entrando unas ganas locas de tirarme que empezaron a darme miedo.

Al final, el dolor de cabeza era tan horroroso que tuve la imperiosa necesidad de salir corriendo hacia el baño para vomitar pero mi prima, que seguía en medio del pasillo hablándole al chihuahua de mierda, me cerró el paso los segundos necesarios como para que mi esfuerzo por llegar a tiempo fuera insuficiente. El resultado fue un vomito bastante importante en medio del pasillo que vino seguido por muchos “puaj” y arcadas varias por parte de los otros pasajeros mientras el perro seguía ladrando, las azafatas intentando calmar al hombre gordo, el hombre gordo gritando, los niñatos riendo aún más fuerte y la segunda y tercera fila haciendo esfuerzos por no vomitar ellos también. “La Odisea” de Homero se quedó corta al lado del percal que había en ese momento en el puñetero avión hacia los carnavales de Tenerife.

Cuando por fin pusimos un pie en el suelo tuve ganas de llorar de felicidad. Nadie se hablaba con nadie, todo el mundo parecía enfadado y a la única que se escuchaba aún hablar era a la incansable de mi prima. Y la cosa no acabó ahí, porque el perro siguió ladrando con cara de psicópata mientras esperábamos las maletas en la cinta transportadora, por eso encendí el móvil, busqué una empresa de transporte de animales y me acerqué al matrimonio con una notita en la mano que ponía: “animalesporavion.com, llámenles la próxima vez que quieran viajar con el enano cabrón. Firmado: la chica que vomitó”.

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