Pablo es uno de mis alumnos en la escuela infantil. Es un niño despierto, inteligente, nervioso y muy travieso que tiene enamorado a todo el equipo docente. Hace unas semanas, al escribir los números en la pizarra, me fijé en que el niño achinaba los ojos instintivamente e informé a sus padres de inmediato. Cuando un niño (o adulto) achina los ojos para ver algo que se encuentra a cierta distancia, probablemente sufra de miopía o hipermetropía.
Según tengo entendido, los padres de Pablo han optado por llevarle a un centro de terapia visual. Cuando me lo dijeron yo no tenía ni la más remota idea de qué era eso, pero tras buscar en San Google he encontrado Centre Marsden, donde explican que la terapia visual es un conjunto de técnicas clínicas no quirúrgicas cuyo objetivo es eliminar, corregir o mejorar diferentes movimientos oculares, la acomodación (enfoque), la visión binocular y la percepción visual, así como mejorar habilidades visuales que pueden interferir en el rendimiento académico y laboral. En otras palabras, que pueden frenar la miopía ayudándose de ciertos ejercicios y entrenamiento visual.
Me parece increíble cómo avanza la ciencia. Ojalá hubiera tenido yo algo así cuando era pequeña, me habría ahorrado insultos tipo “cuatro ojos”, “empollona” y demás alardes de inteligencia por parte de mis compañeros del colegio. De todos modos, yo creo que lo mío no tiene mucho que ver con la miopía, sino más bien con el despiste.
Debemos tener en cuenta que no tener buena visión puede traernos otros problemas visuales que vienen de la mano e incluso caídas y tropiezos innecesarios. Ahora bien, hay algunas personas que nos caemos al suelo a menudo veamos bien o no; lo mío no tiene nada que ver con la miopía, lo mío viene de fábrica.
Hay quien me llama patosa o atarantada, pero yo creo que lo mío es cuestión de despiste y lo puedo demostrar. La semana pasada, sin ir más lejos, llevaba puestas mis gafas (como siempre, prácticamente) mientras recogía mis cosas para ir a casa tras la jornada laboral. Las chicas de Gasdeslimp, ya habían llegado al centro para limpiar un poco las aulas, como cada día, y yo me había entretenido con una de ellas que es muy agradable. Cogí mi bolso, encendí mi móvil, me puse la chaqueta, y salí airosa por la puerta al ver la hora en la pantalla del Smartphone porque había quedado con unas amigas y llegaba tarde. Empecé a escribir un mensaje en el móvil para avisarlas inmediatamente y de pronto sentí cómo, sin haber nada delante de mí (aparentemente), una fuerza invisible ponía un parapeto en mis pies para que tropezara en el aire.
De morros contra el suelo
Obviamente esa fuerza invisible que yo no había visto a la altura de la vista no era más que el cubo de la fregona de una de las chicas de la limpieza que, por supuesto, volcó llenando todo el suelo de agua, llenándome a mí y mojando, de paso, mi móvil. Llegados a este punto quiero añadir un inciso: eso de meter el móvil en arroz para secarlo y que vuelva a funcionar es mentira, no funciona, si se te moja el móvil dile adiós, cántale un Ave María y entiérralo junto al resto de tecnología que no es a prueba de agua porque no va a revivir ni aunque hagas una paellas con ese arroz en su honor.
En fin, a lo que iba… Caí a cámara lenta, me destrocé las rodillas al parar el golpe pero seguí cayendo sin poder evitarlo hasta darme de bruces contra el suelo al estilo más heavy del Cristo de Palacaguina, con los brazos en cruz y la nariz estampada contra la baldosa cerámica.
Cuando me ayudaron a levantarme me vi de la siguiente guisa: el móvil que no se encendía, yo calada hasta los huesos con olor a friegasuelos pino (y aun dando gracias de que la mujer acabara de empezar y el agua estuviera limpia), las gafas completamente dobladas y con un cristal menos que, no sé cómo, apareció en la otra punta del pasillo, y un dolor en la rodilla derecha horrendo que acabó siendo un esguince que aun arrastro conmigo desde entonces. Y la pregunta del millón es, ¿tropecé por patosa? Yo creo que no, si no vi el cubo en el suelo no fue por miopía ni por atarantamiento, fue por despiste, como todo lo que hago, porque lo mío viene de fabrica.
Aún me quedan dos semanas más de baja como mínimo porque el médico dice que en estas condiciones no puedo ir a trabajar con niños pequeños que no paran quietos ni cinco segundos, y a mí se me cae la cara de vergüenza cuando pienso que en la escuela irán contando cómo tropecé: “mala pata”, dirán, “se comió el cubo de la fregona y acabó de agua hasta las orejas”. Seguro que soy la comidilla del centro educativo hasta entre los padres, y encima me lo merezco, por no mirar por donde voy.