No sé si os habrá pasado alguna vez pero yo ya he tenido la oportunidad de tener este sentimiento varias veces. Literalmente es un sentimiento que te obliga a debatirte entre decir la verdad y quedar como una pardilla de barrio o mentir como bellaca y quedar divinamente. Normalmente seleccionar la segunda opción suele ser la más acertada pero yo peco, siempre, de ser demasiado sincera.
Esta encrucijada suele aparecer cuando alguien nos pregunta si nos gusta su nuevo vestido/pantalón de D&G que le ha costado un pastón y no sabemos si decirle que nos gusta más el que llevaba ayer del mercadillo o mentir y decirle que está estupenda/o. De hecho, hace poco me pasó algo similar con una madre muy pija de una niña de la escuela infantil. La señora llegó por la mañana toca orgullosa del vestido de Desigual que llevaba su hija y que supongo que le habrá costado una pasta gansa.
Antes de nada he de matizar que me parece de chiste llevar a tu hija de 24 meses a la escuela con ese vestido, más que nada porque sabes de sobra que volverá con él manchado de tirarse por el suelo e incluso de pintar con los dedos porque aunque les pongamos babi encima, la realidad es que se manchan igual. Pero el caso es que la Santa Señora decidió que era buena idea vestir así a su peque esa mañana.
Cuando la vi entrar a ella, con su nuevo vestidito, y dos segundos después a una compañera suya que llevaba unas mallas tipo Agatha Ruiz de la Prada con una camiseta igual de divertida me salió un comentario en voz alta que tal vez debí haberme guardado: “¡Anda! Hoy es el día de los modelitos de marca. ¡Qué guapas las dos!”. A mí me pareció un comentario sano, divertido, pero cuando la madre que acababa de llegar contesto: “¿Marca? Qué va, si es un conjunto del mercadillo de esos de imitación de Agatha con corazoncitos y eso.” Y se fue, tan feliz.
Pobre madre, que no sabe que acababa de dejar el vestidito de Desigual de la compi de su hija por la suela del zapato. Ella no lo sabe, pero acababa de decir que su conjunto de mercadillo era tan mono como el vestido de Desigual y la verdad es que tenía razón, de hecho yo creo que era mucho más mono porque el de Desigual me resultó cargante, demasiados colores en tan poco espacio.
Al final sonreí a ambas madres y me metí con las niñas a la clase. El resultado final fue que ambas salieron después como cada día, es decir, que parecía que salieran de una batalla campal.
Pues este tipo de situaciones a mí me ocurren en más de una ocasión y el problema es que la mayoría de las veces meto la pata.
Paladar de amianto
Hace años mi madre me dijo que yo tenía paladar de amianto porque mientras que el resto de mi familia se quemaba al comer el típico plato de cuchara ardiendo, yo me lo comía la mar de feliz. En ese momento no le di importancia pero ahora creo que esa manía de comer la comida tan caliente me ha provocado una especie de película protectora que me impide saborear bien ciertas exquisiteces.
La semana pasada mi cuñado, todo dichoso él, nos invitó a cenar a su casa y sacó, en los aperitivos, un plato de jamón cortado a cuchillo que él mismo había comprado envasado al vacío en Iberjagus y que le había costado un riñón. Nos lo dio a probar todo emocionado advirtiéndonos de que era una jamón ibérico 100% pata negra y espero, impaciente, nuestra opinión después de habernos metido el primer trozo en la boca.
“¡Ay, qué maravilla! ¡Qué textura y qué sabor!”, “Impresionante”, “Cómo se nota lo bueno”… esos son los comentarios que yo no paré de escuchar justo después de probar el jamón pero yo no era capaz de decir nada, más que nada porque a mí me sabía a jamón serrano, del de toda la vida, ni más ni menos.
“¿Está bueno”, ¿te gusta?” me preguntaba mi cuñado y yo, sin mentir, dije “Sí, claro, está muy bueno”, pero igual de bueno que la mayoría de jamones que me había comida hasta la fecha. Lo que quiero decir es que no noté ninguna diferencia, no sé si tenía que buscar algo especial y no lo había encontrado o simplemente todos en aquella mesa estaban mintiendo para bailarle el agua a mi cuñado pero el caso es que mi paladar saboreó y concluyó que era jamón serrano, punto pelota. Sin más.
Esto es algo que ya me había pasado otras veces, como cuando me dieron a probar una lata de berberechos que salía a 8 euros y a mí casi que me gustaron más los berberechos que compro yo en Mercadona cuya lata sale a 1,50. Aunque la verdad es que dicen que Mercadona cada vez tiene mejores productos.
Por eso, cuando me invitan a cenar, yo casi que soy más feliz con una hamburguesa casera al uso, o del bar de la esquina, que con un supuesto manjar, más que nada porque no noto diferencia y me sabe mal mentir cuando me preguntan si me está gustando la cena. La mayoría de las veces, ante esa pregunta, mi respuesta es que sí, que me está gustando, pero el problema es que no se quedan ahí, ellos quieren saber más, quieren que les diga lo magnífico que es comerse un buen entrecot de buey gallego a la brasa con esos matices de salsa de coñac que han puesto siguiendo la receta de Arguiñano, y el caso es que yo solo sé que me estoy comiendo un cacho carne que está bueno, punto.
Llamadme inculta, no me molesta, porque considero que solo soy inculta de paladar. Y es que en mi casa siempre se ha comido muy bien, aunque de forma muy humilde, y hemos sido felices con ello. Mi madre, que tiene unas manos impresionantes para cocinar, hacía unos pucheros, unas carnes, unos pescados y un de todo que se nos caía la baba cada vez que llegaba la hora de comer o cenar, porque es una diosa en la cocina. Ella, con tres ingredientes te hace una comida de lujo en un restaurante de cinco tenedores, porque es la mejor, y tal vez por eso ahora todo me parece normalito al lado de sus platos.
Estoy acostumbrada a mis berberechos de Mercadona y si me das otros, por muy buenos que sean, me saben raro. Estoy acostumbrada a hacerme un entrecot compro en Alcampo con salsa casera de queso azul y si me sirves un entrecort de buey gallego con salsa roquefort carísima seguramente estará muy bueno pero no mejor que el que yo como, porque el mío también está fantástico.
No sé apreciar los lujos, ni en las marcas de ropa ni en la comida, por eso es mejor que no me preguntéis por este tipo de productos. Pero no me importa, de verdad que no, si mis vaqueros me gustan y encima me han salido buenos, ¿qué más me da si me los compré en el bazar chino del barrio o en la tienda carísima de la firma X que se encuentra en la calle Preciados de Madrid? Al menos eso es lo que pienso yo y no creo que haya alguien que pueda hacerme cambiar de opinión al respecto.
Además, ¿de qué me sirve pagar casi 1000 pavos por un jamón ibérico que no sé apreciar si el que compro a 150 ya me parece una maravilla? Al final es ganas de gastar por gastar, por aparentar, por poder decir que has probado ese jamón o, mejor aún, que lo has pagado.